Serie de retratos realizados en conjunto con Chino Pazos.
“Cuestión de piel. Ornamentación corporal e identidad”
La ornamentación corporal es parte constitutiva de la humanidad y las formas que ha adquirido han sido tan diversas como la cultura misma. Somos cuerpo, cuerpos culturales insertos hoy en complejos y cosmopolitas sistemas sociales, a través de los que construimos identidad-es.
“Cuestión de piel. Ornamentación corporal e identidad” es una exposición que avanza hacia la promoción de la diversidad cultural inherente a nuestra población, a su inclusión dentro del imaginario colectivo, y por ende a la identidad nacional que cada vez logra asumirse más como multifacética. Acciones de este tipo nos permiten ejercer nuestra ciudadanía dentro de la diferencia que nos constituye como ciudadanos, sin por eso convertirnos en desiguales.
Múltiples son los factores que hacen de esta iniciativa un ejemplo a seguir propiciando. Por un lado, estratégicamente la dirección del Museo de Arte Precolombino e Indígena (MAPI) extiende este espacio de educación no formal a un sector de la población que tradicionalmente no ha sido público objetivo del museo; pero simultáneamente, permite ver a éste, como un espacio dinámico, vivo y activo, que nos pertenece, del que nos podemos apropiar y en el que nos podemos manifestar. Por otro lado, le permite a los tatuados y tatuadores contemporáneos avanzar en el camino hacia la desestigmatización que los margina y desconecta de las redes productoras de valorización cultural y legitimación social.
Necesitamos espacios de reflexión para repensar sobre quiénes somos y cómo somos, para aceptarnos y ver en el “otro” a un diferente en un marco de igualdad, es que necesitamos reconocer que existen múltiples maneras de autorepresentarnos para ser capaces de representar a los otros valorizando y no descalificando.
Tender puentes conectivos que viabilicen diálogos interculturales constructivos que nos dejen entender el valor de los demás a través de la afirmación de la diferencia parece ser una opción privilegiada ante una realidad social que a consecuencia de su intrínseca multiculturalidad da acogida a cosmovisiones diversas que se configuran como identidades interconectadas.
Los motivos por los cuales uno decide hacerse un tatuaje (dejando de lado las modas) generalmente son íntimos, y uno los comparte -en caso de hacerlo- con pocas personas. Muy pocas. El sacerdote es el tatuador, en quien uno deposita toda la confianza: ante él nos desnudamos y decidimos nuestros más íntimos deseos. Tatuarse es eso. Pero el tatuador no sabe el motivo, el desencadenante. Tatuarse es desear. Anhelar: una vez tatuado, uno se da cuenta de que ese cuadro no tiene fin.
Es una costumbre ancestral, y Occidente la conoció durante los distintos viajes de conquista, y la adoptó, abierta o encubiertamente. Bradbury los inmortalizó en El hombre ilustrado y los volvió sueño, deseo, misterio y narración. Hay una narración en los tatuajes, y uno espera que alguien la comprenda. Los marineros los adoptaron después de conocerlos en tierras remotas y los hicieron humanos.
El cuerpo se vuelve lienzo. Eso es infinito, inimaginable. Pintarse algo en el cuerpo. Es soñado. Es metafórico. Es narrativo. Es decidir decir para quien entienda. Divide las aguas.
En la mayoría de las culturas, el tatuaje supone un rito de iniciación de algún tipo; en otras, es una marca ¯castigo¯: se señala así al fuera de la ley. Dice la tradición que Caín llevaba un tatuaje en la frente, por haber matado a su hermano Abel. Dice la tradición que el tatuaje marcaba hitos, culpas, perdones, redenciones. Promesas.
Las tradiciones cuentan muchas cosas, pero hay que vivir un tatuaje para saber lo que significa. No importa dónde uno esté, en qué parte del mundo, un tatuado reconoce a otro en cuanto ve la piel pintada, dibujada, sufrida. Se hermana, sin importar origen, la lengua o el motivo.
Durante ese instante breve, de reconocimiento casi animal, un tatuado reconoce al otro y sonríe. No tiene que dar explicaciones.
El tatuaje excluye -nuestra sociedad lo rechaza- pero también incluye, hace que uno reconozca a otro sin saber su nombre, sin saber quién es.
Uno respeta a un tatuado porque sabe lo que representa.
Es la voluntad de llevar eternamente una marca, que para uno es única, importante, un punto de inflexión, de la cual hacerse cargo. De la cual no olvidarse. Es una marca voluntaria del paso del tiempo.
Es quitarse la ropa y que el tatuaje esté allí y enfrentar una diferencia, que ha sido voluntaria. El tatuaje dice mucho más que el nombre, la profesión, los deseos, los demonios. El tatuaje habla por sí mismo, para bien o para mal. Es una forma de conocer al otro. No todas las personas lo toleran. Y uno decidió eso. Excluirse e incluirse en una suerte de humanidad -la marcada- que hermana más allá de todas las fronteras. Es un pasaporte: en algunas fronteras no es tolerado; en otras, es bienvenido. Y por encima de todo: es un arte mayor. Único, irreproducible. Y los tatuadores son los únicos artistas que jamás firman sus obras. Son artistas generosos, que hacen obras únicas, sobre la piel de seres anónimos. Es difícil de explicar, pero no concibo mi vida y mi cuerpo sin lo que llevo impreso en él.
Ana Solari